Por: Esperanza Chacón
«A comienzos de la vida, el amor significa satisfacer necesidades primarias. En los primeros meses y años esto implica muchas caricias y mimos. El niño no le da a la palabra ‘amor’ el significado que nosotros le damos, pero sufre cuando le falta. El contacto físico es una condición indispensable para los niños, sin él no se puede demostrar amor.» (Janov 2009438, 439).
Los vínculos que establecemos en los primeros momentos de la vida son, sin lugar a dudas, los que nos proporcionan seguridad emocional y definen nuestros estados fisiológicos, psicológicos y neurológicos; en definitiva, nuestro estado de ánimo, nuestra confianza, nuestra
capacidad para comprender el mundo y nuestra salud. De ahí que nuestras primeras vivencias y el contacto inicial con los demás determinen nuestro «vínculo vital» y nuestra calidad de conexión con los miembros del entorno social al que pertenecemos.
En este sentido, el gran investigador Arthur Janov sostiene que: «Cuando en la primera etapa de la vida no se recibe amor, el sistema ‘se encoge’ y no se desarrolla», y que «la capacidad de dar y recibir amor se verá disminuida de por vida». Para Janov, «la falta de amor no es una abstracción, sino un evento neuroquímico literal», ya que «cuando un niño recibe amor, el mensajero inhibidor de la serotonina prolifera y ayuda a producir un sentimiento de tranquilidad y bienestar». Incluso después de varios años de estudio, se ha comprobado que «la dopamina aumenta con los abrazos» (Janov 2001311-312).
El ser humano, en las diferentes etapas de su vida, necesita recibir amor. Debemos desmitificar la creencia de que sólo los bebés pequeños lo necesitan. El contacto físico fortalece el vínculo con la madre, que es el primero y más fuerte, y que se convierte en un nexo biológico y básico auténtico. A esto se le conoce como «vínculo vital» o «vínculo primal». La progenitora, debido a su constitución y naturaleza, activa el instinto maternal, un programa propio de la especie de los mamíferos, «un despertar espontáneo». Ella es una fuente de ternura y caricia, y esta activación es posible siempre que tenga un soporte emocional que le permita sentirse relajada, aceptada y acogida en su condición de madre.
De manera sorprendente, la conexión del bebé con sus progenitores, o con los adultos que asumen esta responsabilidad, determina la capacidad de conexiones neuronales internas, es decir, la formación de nuestro sistema neurológico (cerebro), donde la comunicación
entre el cerebro y el corazón influye en la toma de decisiones y en nuestra red cognitiva en general. Estamos frente a dos circunstancias: los vínculos y conexiones de nuestro mundo interior y los vínculos y conexiones con el mundo exterior.
Al parecer, la interconexión entre todas las estructuras que conforman nuestro cerebro es óptima para nuestro desarrollo, y esto depende absolutamente del amor de nuestros progenitores y del entorno en el que crecemos, lo cual afecta de todas formas a nuestro ADN. Estos elementos nos permiten convertirnos en personas integradas con una personalidad fuerte, segura y con la capacidad para tejer vínculos.
Las relaciones y vínculos entre humanos se van construyendo con cada experiencia. Ya desde los primeros contactos con el mundo interior en el útero de la madre, en la etapa prenatal y en el mundo exterior en el momento del parto, la comunicación nos deja una impronta básica en todos los niveles que conforman la red cognitiva de la que estamos constituidos. Como sabemos, esta red está constituida por el sistema neurológico, el sistema endocrino y el sistema nervioso, que están interconectados y nos permiten formarnos una representación de cómo son las relaciones con la madre, el padre, los familiares y otras personas con respecto a uno mismo.
Cuando tomamos conciencia de cómo nos comunicamos con otras personas, surge la pregunta: ¿cómo damos y recibimos diferentes sentimientos y emociones? Arthur Janov (2009442) sostiene que:
«El amor no consiste solo en tocar al niño y tenerlo en brazos. Si se le niega la expresión de lo que siente y tiene que excluir una parte de sí mismo, es posible que, por más que sus padres lo tomen en brazos y lo acaricien, siga sintiéndose no querido».
En suma, el poder de la mirada como punto de partida para una comunicación adecuada y llena de significado es innegable. Independientemente de nuestra edad, el acto de mirarnos a los ojos establece un puente de conexión profunda entre las personas. Este gesto sencillo, pero poderoso, comunica mucho más allá de las palabras. Cuando nos encontramos visualmente con alguien, transmitimos el mensaje fundamental de que la otra persona es importante, que está presente y que su presencia es valorada.
Esta mirada mutua crea un espacio de respeto y entendimiento mutuo, despejando el camino para una comunicación auténtica y enriquecedora. En un mundo donde a menudo nos vemos abrumados por las palabras y la tecnología, recordar el impacto de la mirada en nuestras interacciones humanas puede fortalecer nuestros lazos y promover relaciones más profundas y significativas.
Así que, en nuestras interacciones cotidianas, recordemos el poder de la mirada. Es un recordatorio silencioso pero elocuente de que estamos presentes para el otro, de que valoramos su presencia y que, en ese momento compartido, estamos construyendo un vínculo humano significativo basado en el respeto mutuo.
Laboratorio Autodidacta
Esperanza Chacón San Mateo-Costa Rica